Es difícil no hacerse la pregunta de cuáles son los límites de «la libertad de expresión » en un mundo donde la comunicación ha reemplazado a la política, el espectáculo al debate y el intercambio de ideas. Expresar los prejuicios de una sociedad, alimentarlos, en lugar de favorecer la reflexión, inyectar nuevas ideas, ¿no sería más bien negarle a la libertad de expresión su finalidad principal: la circulación de oxígeno a la sociedad, necesario para el equilibrio de poderes, sobre todo, entre personas de diferente sexo, creencia, etc...?
Hace poco un columnista del diario La República atacó a la escritora y activista Gabriela Wiener con frases hirientes, despectivas y poco amables hacia sus columnas feministas. En realidad, Gabriela, atrae mucha fobia por el simple hecho de haberse planteado una bisexualidad que hizo pública, exponiéndose así a los ataques más feroces.
¿Las mujeres tienen derecho a hablar en primera persona? Sí, es un instrumento que se ha hecho político, propone un cambio social, de representación del cuerpo de la mujer en su centro y no en su periferia. Tenemos derecho a construir nuestra propia imagen sin pasar por la aprobación de los hombres, tenemos derecho sobre nuestros cuerpos como inalienables, personas completas y no fragmentadas por una sociedad que nos sigue viendo como una mercancía, un instrumento de intercambio, un valor agregado, en un mundo donde todo es objeto. Y objeto de consumo.
Volviendo al tema de la «libertad de expresión», convertida muchas veces en «libertad de exclusión y de opresión». O de denigración. Cuando una persona expresa, ejerciendo esa «supuesta libertad», todos los prejuicios y brutalidades del lenguaje o clichés con las cuales se nos ha representado desde hace siglos se actualizan y vuelven a alienar, no es seguro que esté haciendo uso de su libertad individual. La xenofobia, la homofobia, el antisemitismo son gases tóxicos que contaminan el debate haciéndolo turbio, ruidoso, disimulando lo más importante: el miedo que se esconde detrás de ellos.
En realidad, no es necesario repetir que la mujer, o alguien que se identifique con ella (la naturaleza ha sido análoga de esa alteridad, porque la mujer, al ser parte de la biología ha debido ser controlada y dominada), es el Otro para el dominante, es quien pone en duda una supremacía absoluta y tirana, siempre cultural1.
Hay una guerra sinuosa contra las mujeres. Mientras más libres y críticas, más castigadas. Muchas personas sienten miedo de la despersonalización cuando reclamamos nuestra libertad, de una «confusión de géneros», de que si a un niño le dicen que ser homosexual no es un pecado ni una aberración, la sociedad entera se petrifique y desaparezcamos como especie. Son miedos ancestrales, pero no deberían dominarnos. Una sociedad está conformada por un conjunto de personas que logran dialogar, entenderse y respetarse. La sexualidad y la elección, de ella o él, no es ya un tema tabú, ni tampoco la convierte en peligro para ningún tipo de espiritualidad, ni religión. Al contrario, la humaniza. Regreso al tema de nosotras, las mujeres, que estamos siendo controladas en nuestro discurso, y cuando este se encarga de temas que son importantes sobre nuestro rol en la sociedad, nos vemos apartadas o linchadas verbalmente. Obviamente las redes son emocionales y no reflejan más que reacciones o repeticiones que nacen del hábito, de lo que «se oye», o se «ha oído decir». La gente descarga muchas frustraciones y las redes se convierten en cloacas.
El problema de esta libertad de expresión es, además, que no muestra ninguna coherencia con la línea editorial de un diario (La República) que publica opiniones tan contrarias. Por un lado, tienen a una columnista (Gabriela Wiener) que defiende los derechos de las mal llamadas «minorías», y por el otro da cabida a varios hombres que están abiertamente en contra de cualquier cambio social que termine con las segregaciones, pero sobre todo, con el maltrato y el desprecio de las mujeres. El elogio del neoliberalismo es moneda común en los diarios peruanos, la falta de análisis sobre el tema ecológico es otra ausencia importante. Y las tres están vinculadas. No solo el capitalismo está reñido con una situación socialmente digna para la mujer, puesto que se trata de controlarla para permitir un dominio de la sociedad del rendimiento que enriquece a un puñado de personas, sino que aumenta la carga familiar y la responsabilidad y el cuidado que las mujeres dedican a la familia. El planeta depredado pesa más sobre ellas que sobre ellos, sobre todo mucho menos sobre los hombres ricos. Sí, todos y todas trabajamos para el 1% de la población mundial masculina sin saberlo, y son sobre todo hombres blancos y occidentales. No hay secreto. Ya Foucault habló del bio-poder, pero también la italiana Silvia Federicci nos ha hablado de esa «deuda primitiva» con nosotras, las mujeres, es decir del trabajo silencioso que realizamos en el hogar, jamás reconocido como una plusvalía, sino como algo «natural» que todas debemos hacer.
Yo hablaría también de la necesidad de «descolonizarnos» de ese lenguaje económico que ha invadido todas las esferas, incluso la privada y la afectiva. Ese lenguaje no es el nuestro, es un lenguaje llano, quirúrgico, sin eros, sin vida. Nuestro lenguaje puede ser inclusivo, en el sentido de ver a las mujeres más allá de su elección sexual, como personas enteras y no divididas por la mirada religiosa, patriarcal, racista y sexista.